Amanece. Estoy descalzo y hace frío, así que me pongo la capucha y hundo las manos en los bolsillos. Está nublado y el viento que ha movido la tienda durante la noche ha parado por completo. Tengo la espalda dolorida por haber dormido en el suelo, pero me siento bien. Realmente afortunado.
Respiro hondo y el aire, frío y con olor a mar, termina por despertarme del todo. Mis compañeros de viaje se agitan en la tienda. También se están despertando. Cojo una manzana del coche y me dirijo a la pasarela de madera que sube la duna. Al otro lado está el océano Atlántico. Mientras asciendo sintiendo la humedad en los pies desnudos, el sol clarea las nubes por el este y una luz grisácea y sobrenatural inunda la escena.
Bum.
Un ruido familiar me hace acelerar el paso. La hierba que corona las dunas está inmóvil. El viento está en calma. Una imagen de lo que estoy a punto de ver se va formando en mi mente y una sonrisa me amanece en el rostro.
Bum. Otra vez.
Llego a la cima de la duna y la visión me hace parar de golpe. Una ola rueda perfecta sobre el banco de arena, lisa como el metal. La sonrisa crece. No lo puedo evitar. Casi río a carcajadas. Siento una profunda emoción. Le doy un mordisco a la manzana y me sabe a manjar divino. Siento la textura en la boca, el jugo dulce. Otra ola rueda perfecta delante de mis ojos.
Doy media vuelta y bajo la duna corriendo. Abajo ya están esperando noticias.
-Com està?
-És el que hem vengut a cercar!
A partir de ahí todo se acelera. Comemos, bebemos, nos preparamos. Las tablas salen de sus fundas y aguardan en desorden sobre la arena. Hay una precipitación infantil en nosotros, como si todo fuera a terminar en un minuto. Subimos de nuevo la duna con el neopreno puesto. Una mezcla de concentración, compromiso y risas nos acompaña. Desde arriba contemplamos de nuevo el espectáculo.
La Gravière nos espera con los brazos abiertos.
Respiro hondo y el aire, frío y con olor a mar, termina por despertarme del todo. Mis compañeros de viaje se agitan en la tienda. También se están despertando. Cojo una manzana del coche y me dirijo a la pasarela de madera que sube la duna. Al otro lado está el océano Atlántico. Mientras asciendo sintiendo la humedad en los pies desnudos, el sol clarea las nubes por el este y una luz grisácea y sobrenatural inunda la escena.
Bum.
Un ruido familiar me hace acelerar el paso. La hierba que corona las dunas está inmóvil. El viento está en calma. Una imagen de lo que estoy a punto de ver se va formando en mi mente y una sonrisa me amanece en el rostro.
Bum. Otra vez.
Llego a la cima de la duna y la visión me hace parar de golpe. Una ola rueda perfecta sobre el banco de arena, lisa como el metal. La sonrisa crece. No lo puedo evitar. Casi río a carcajadas. Siento una profunda emoción. Le doy un mordisco a la manzana y me sabe a manjar divino. Siento la textura en la boca, el jugo dulce. Otra ola rueda perfecta delante de mis ojos.
Doy media vuelta y bajo la duna corriendo. Abajo ya están esperando noticias.
-Com està?
-És el que hem vengut a cercar!
A partir de ahí todo se acelera. Comemos, bebemos, nos preparamos. Las tablas salen de sus fundas y aguardan en desorden sobre la arena. Hay una precipitación infantil en nosotros, como si todo fuera a terminar en un minuto. Subimos de nuevo la duna con el neopreno puesto. Una mezcla de concentración, compromiso y risas nos acompaña. Desde arriba contemplamos de nuevo el espectáculo.
La Gravière nos espera con los brazos abiertos.
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