A veces son las anécdotas más absurdas las que me roban una sonrisa al recordar alguno de los viajes de surf que llevo a las espaldas. Anteayer, cuando entraba en el mar helado de marzo en una tarde sorprendentemente calurosa, recordé un momento mágico que viví hace unos años en el Algarve.
Lo recuerdo como si hubiera pasado ayer...
El sol estaba a punto de alcanzar su cenit. La arena de la playa brillaba impoluta y cegadora. Las olas eran buenas en ese recóndito lugar del Sur portugués. Sólo un detalle rompía la magia: el agua estaba helada. Pese al verano reinante, una corriente del norte mantenía el mar a unos 12 grados mientras fuera un sol abrasador calentaba la tierra hasta los 30.
Los surfistas estábamos en el pico esperando la serie. Gruesas capas de neopreno cubrían nuestro cuerpo y, ante el envite de cada serie, una silenciosa competencia por cada ola nos disparaba los niveles de adrenalina. La concentración era máxima. Todos pretendíamos ser tipos duros, con barba de varios días y cara de pocos amigos. La tensión se podía cortar a cuchillo.
De repente, unas risas iluminaron el respetuoso silencio. Un chapoteo grácil y unas voces suaves las acompañaban. Miré de reojo hacia la playa. Dos chicas estaban entrando al mar con sus tablas. El surfista a mi lado también se giró a mirarlas. Algo no encajaba. Me crucé con su mirada y ambos enarcamos las cejas con una bobalicona sonrisa. Poco a poco, todos sin excepción en el line up se giraron a mirarlas. La tensión se rebajó de golpe y sonaron algunos carraspeos y risas ahogadas.
Ellas, preciosas, perfectas, remaban hacia el line up bajo la presión de nuestras miradas. Llegaron por fin al pico y se sentaron sobre sus tablas. Lo sorprendente es que sólo llevaban un diminuto bikini y reían sin parar.
Recuerdo el neopreno reluciente sobre mis brazos. Mirar a todo el pelotón de hombretones desarmados y sonreír para mis adentros. Recuerdo mirarlas a ellas, estudiando sus espaldas bronceadas como si anduviera por un museo y hubiese descubierto un ángulo nuevo en una obra maestra.
Quizá el agua no está tan fría, le dije al portugués que flotaba a mi lado. Provavelmente não, contestó con una sonrisa.
Lo recuerdo como si hubiera pasado ayer...
El sol estaba a punto de alcanzar su cenit. La arena de la playa brillaba impoluta y cegadora. Las olas eran buenas en ese recóndito lugar del Sur portugués. Sólo un detalle rompía la magia: el agua estaba helada. Pese al verano reinante, una corriente del norte mantenía el mar a unos 12 grados mientras fuera un sol abrasador calentaba la tierra hasta los 30.
Los surfistas estábamos en el pico esperando la serie. Gruesas capas de neopreno cubrían nuestro cuerpo y, ante el envite de cada serie, una silenciosa competencia por cada ola nos disparaba los niveles de adrenalina. La concentración era máxima. Todos pretendíamos ser tipos duros, con barba de varios días y cara de pocos amigos. La tensión se podía cortar a cuchillo.
De repente, unas risas iluminaron el respetuoso silencio. Un chapoteo grácil y unas voces suaves las acompañaban. Miré de reojo hacia la playa. Dos chicas estaban entrando al mar con sus tablas. El surfista a mi lado también se giró a mirarlas. Algo no encajaba. Me crucé con su mirada y ambos enarcamos las cejas con una bobalicona sonrisa. Poco a poco, todos sin excepción en el line up se giraron a mirarlas. La tensión se rebajó de golpe y sonaron algunos carraspeos y risas ahogadas.
Ellas, preciosas, perfectas, remaban hacia el line up bajo la presión de nuestras miradas. Llegaron por fin al pico y se sentaron sobre sus tablas. Lo sorprendente es que sólo llevaban un diminuto bikini y reían sin parar.
Recuerdo el neopreno reluciente sobre mis brazos. Mirar a todo el pelotón de hombretones desarmados y sonreír para mis adentros. Recuerdo mirarlas a ellas, estudiando sus espaldas bronceadas como si anduviera por un museo y hubiese descubierto un ángulo nuevo en una obra maestra.
Quizá el agua no está tan fría, le dije al portugués que flotaba a mi lado. Provavelmente não, contestó con una sonrisa.
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