La noche era cálida y algo pegajosa en aquel rincón perdido en medio del campo. El cielo estaba estrellado, pero el brillo de las estrellas nos llegaba tamizado por la densidad del aire veraniego. Los grillos cantaban en el jardín y, en la mesa puesta bajo el porche, las conversaciones y las risas deambulaban despreocupadas entre la decena de personas que compartíamos la cena.
Yo estaba disfrutando de la comida y de la compañía, pero estaba intranquilo. Después del postre empezaría lo que realmente nos había traído hasta allí y era algo en lo que, esta vez, yo estaba involucrado de lleno.
Éramos compañeros de trabajo. Teníamos claro que llevarse bien era importante y, además, a todos nos generaba curiosidad conocernos unos a otros en un ambiente distinto. Por ese motivo salíamos a cenar a veces o, como en aquella ocasión, organizábamos cineforums en casa de alguien. Nada demasiado especial, claro. Sólo que aquella vez la película la había elegido yo y no quería defraudar a nadie.
Sirvieron el postre. Al terminar, saqué la película y se la entregué al tipo que estaba instalando el proyector. La pantalla era una sábana vieja tensada contra una de las paredes de piedra de la casa. El escenario era inmejorable: los estómagos llenos, una tranquila noche veraniega con luna creciente y una casa de campo aislada, envuelta de fragante naturaleza.
-Tened en cuenta que es una película clásica, de los años 60. Y aunque trata de lo que ya sabéis, intentad ir un poco más allá y ver el trasfondo de la historia: la amistad a lo largo de la vida, los distanciamientos y los reencuentros...
Alguien me interrumpió. Reímos. Todos se pusieron cómodos y comenzó la película. En las siguientes dos horas nadie abrió la boca, pero yo traté de registrar todas las reacciones.
Enseguida noté que nadie se había puesto en situación. La estética de la película provocó más risas que otra cosa. El doblaje era nefasto y algunas expresiones sonaban ridículas. Todo lo que para mí formaba parte del encanto de la película fue motivo de sonrisas condescendientes. Incluso alguien se durmió.
Sin embargo, me esforcé en disfrutar de aquello. Ver la película proyectada de manera casera, con las arrugas de la sábana y el marco de piedra viva de la casa, con todos los sonidos de la noche campestre de fondo, me parecía algo mágico. El contraste de los azules del océano Pacífico, ese verano resplandeciente en los ojos de los protagonistas y la fábula que subyacía en el argumento completaban una experiencia de la que disfruté muchísimo.
Pero sospecho que fui el único.
Nos despedimos de madrugada entre bostezos. Yo me fui un poco decepcionado, pero en el camino de vuelta reflexioné sobre aquello. Pensé que les había hecho un regalo involuntario: un puerta abierta a un mundo que tenía mucho más sentido que todo aquello. Mucho más valor que el maldito empleo, nuestras profesiones o aquellos puñeteros cineforums. Les había mostrado la grandeza del surf, la prevalencia de un estilo de vida sobre las miserias humanas, sobre las guerras, los desencuentros y la muerte.
Pero ellos sólo fueron capaces de reírse con el peinado de Jack Barlow, la sobreactuación de Leroy el Masoquista y el mostacho sesentero de Gerry Lopez.
Yo estaba disfrutando de la comida y de la compañía, pero estaba intranquilo. Después del postre empezaría lo que realmente nos había traído hasta allí y era algo en lo que, esta vez, yo estaba involucrado de lleno.
Éramos compañeros de trabajo. Teníamos claro que llevarse bien era importante y, además, a todos nos generaba curiosidad conocernos unos a otros en un ambiente distinto. Por ese motivo salíamos a cenar a veces o, como en aquella ocasión, organizábamos cineforums en casa de alguien. Nada demasiado especial, claro. Sólo que aquella vez la película la había elegido yo y no quería defraudar a nadie.
Sirvieron el postre. Al terminar, saqué la película y se la entregué al tipo que estaba instalando el proyector. La pantalla era una sábana vieja tensada contra una de las paredes de piedra de la casa. El escenario era inmejorable: los estómagos llenos, una tranquila noche veraniega con luna creciente y una casa de campo aislada, envuelta de fragante naturaleza.
-Tened en cuenta que es una película clásica, de los años 60. Y aunque trata de lo que ya sabéis, intentad ir un poco más allá y ver el trasfondo de la historia: la amistad a lo largo de la vida, los distanciamientos y los reencuentros...
Alguien me interrumpió. Reímos. Todos se pusieron cómodos y comenzó la película. En las siguientes dos horas nadie abrió la boca, pero yo traté de registrar todas las reacciones.
Enseguida noté que nadie se había puesto en situación. La estética de la película provocó más risas que otra cosa. El doblaje era nefasto y algunas expresiones sonaban ridículas. Todo lo que para mí formaba parte del encanto de la película fue motivo de sonrisas condescendientes. Incluso alguien se durmió.
Sin embargo, me esforcé en disfrutar de aquello. Ver la película proyectada de manera casera, con las arrugas de la sábana y el marco de piedra viva de la casa, con todos los sonidos de la noche campestre de fondo, me parecía algo mágico. El contraste de los azules del océano Pacífico, ese verano resplandeciente en los ojos de los protagonistas y la fábula que subyacía en el argumento completaban una experiencia de la que disfruté muchísimo.
Pero sospecho que fui el único.
Nos despedimos de madrugada entre bostezos. Yo me fui un poco decepcionado, pero en el camino de vuelta reflexioné sobre aquello. Pensé que les había hecho un regalo involuntario: un puerta abierta a un mundo que tenía mucho más sentido que todo aquello. Mucho más valor que el maldito empleo, nuestras profesiones o aquellos puñeteros cineforums. Les había mostrado la grandeza del surf, la prevalencia de un estilo de vida sobre las miserias humanas, sobre las guerras, los desencuentros y la muerte.
Pero ellos sólo fueron capaces de reírse con el peinado de Jack Barlow, la sobreactuación de Leroy el Masoquista y el mostacho sesentero de Gerry Lopez.
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