Acabo de cruzarme con la tristeza. No con una sensación, sino con un ser corpóreo. Real. La tristeza vestida de mujer, de carne y hueso.
La mañana es gélida y el sol aún está por salir. El aire es frío y pesado. Penetrante. Avanzo por la gran avenida con paso decidido. El paso rápido de la ciudad que no se detiene. Cruzo miradas fugaces con algunos transeúntes hasta que me fijo en ella. Es una chica joven que viene caminando de frente. Arrastra una maleta y, mientras se acerca, noto que algo no está bien.
Camina despacio. Es algo imperceptible, pero su ritmo no se ajusta al del resto de peatones. Las ruedecitas de la maleta suenan contra la acera y parece que pesara un mundo. Ya está a unos pocos pasos y la miro con curiosidad. Unos rizos castaños recogidos, la piel pálida y unas pequeñas gafas de metal. Tras ellas, un par de ojos anegados en un mar de lágrimas. Cuando nos cruzamos, sus sollozos resuenan en la pequeña atmósfera que nos rodea.
Se va. Se aleja de mi lado y del lado de alguien más. De alguien importante, supongo. Imagino que en la maleta pesa más lo que deja atrás que lo que lleva consigo. Quizá se va por un tiempo. Quizá para siempre. Pero está claro que no quiere irse, que quiere seguir aquí, a su lado. Pienso que, sea cuál sea la historia, mi deber es correr tras ella y decirle que todo irá bien. Que en el mundo, pase lo que pase, mañana siempre es otro día.
Pero no lo hago. La ciudad no se detiene y yo tampoco. Sigo caminando y pienso que en esa maleta van también los abrazos que no recibió y las palabras de consuelo que no le supieron dar. Mis pasos ya no son tan decididos. Ahora mi ritmo tampoco se acompasa con el del resto.
Ojalá tenga suerte, pienso. De hecho, lo deseo con todas mis fuerzas.
La mañana es gélida y el sol aún está por salir. El aire es frío y pesado. Penetrante. Avanzo por la gran avenida con paso decidido. El paso rápido de la ciudad que no se detiene. Cruzo miradas fugaces con algunos transeúntes hasta que me fijo en ella. Es una chica joven que viene caminando de frente. Arrastra una maleta y, mientras se acerca, noto que algo no está bien.
Camina despacio. Es algo imperceptible, pero su ritmo no se ajusta al del resto de peatones. Las ruedecitas de la maleta suenan contra la acera y parece que pesara un mundo. Ya está a unos pocos pasos y la miro con curiosidad. Unos rizos castaños recogidos, la piel pálida y unas pequeñas gafas de metal. Tras ellas, un par de ojos anegados en un mar de lágrimas. Cuando nos cruzamos, sus sollozos resuenan en la pequeña atmósfera que nos rodea.
Se va. Se aleja de mi lado y del lado de alguien más. De alguien importante, supongo. Imagino que en la maleta pesa más lo que deja atrás que lo que lleva consigo. Quizá se va por un tiempo. Quizá para siempre. Pero está claro que no quiere irse, que quiere seguir aquí, a su lado. Pienso que, sea cuál sea la historia, mi deber es correr tras ella y decirle que todo irá bien. Que en el mundo, pase lo que pase, mañana siempre es otro día.
Pero no lo hago. La ciudad no se detiene y yo tampoco. Sigo caminando y pienso que en esa maleta van también los abrazos que no recibió y las palabras de consuelo que no le supieron dar. Mis pasos ya no son tan decididos. Ahora mi ritmo tampoco se acompasa con el del resto.
Ojalá tenga suerte, pienso. De hecho, lo deseo con todas mis fuerzas.
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