El sol matutino no mitigaba el hastío que se respiraba en el interior del bus de línea. Caras largas y bostezos mal disimulados eran el paisaje desolador de las 7:30 de la mañana.
Observaba a sus compañeros de ruta, viejos (des)conocidos casi todos: el rocker flacucho con gafas de Elvis, la señora rancia, el barbudo serio, los hermanos con uniforme del colegio católico, la discreta morena del libro, la chica argentina espectacular, el chico de los auriculares... Pensaba que todos ellos, al igual que él, estaban mirando al resto. Eran conjuntos disjuntos con una única intersección en el bus de las 7:30. Más allá de esa conexión todos tenían una vida que permanecía desconocida para los demás. Con sus aspiraciones y sus deseos. Todos se habían enamorado y todos habían sentido alguna pérdida. Habían vivido peligros, habían peleado y gritado. Habían sentido euforia y pena. Habían engañado. Habían deseado lo que no podían alcanzar y habían despreciado a quién les deseaba. Habían sido crueles y espléndidos. Magníficos todos en su singularidad.
La idea tomaba forma en su mente mientras observaba el perfil de la morena discreta del libro. Tenía la cara redonda y los ojos profundos y amistosos. Siguió el contorno de sus labios con la vista y sintió una punzada de deseo en la sien. Lo que daría ahora mismo por besarla, pensó. Sólo un beso cálido. Sin antes ni después.
La chica pasó una página concentrada en la lectura, ajena a todo lo demás. Él seguía mirándola con admiración, como quién descubre un detalle inédito en un cuadro que lleva años colgado en el salón. Algún pasaje del libro la hizo sonreír y un hoyuelo apareció por sorpresa en su mejilla izquierda. Aquello creó en el ambiente un magnetismo hipnótico al que él se rindió sin remedio. En ese bus, a esa hora de la mañana, con todos sus defectos y sus misterios, aquella chica le pareció la más perfecta creación de la naturaleza. Deseó con todas sus fuerzas que la intersección de las 7:30 durara para siempre.
Pero como cada día, llegó su parada y tuvo que bajarse. Siguió con la mirada el bus que se alejaba, tratando de distinguir a la chica entre los perfiles desdibujados tras los cristales.
Jamás supo que ella murió esa misma mañana. Los primeros días, al no verla en el bus, se preguntó si acaso estaría enferma o se habría mudado. Cuando aceptó que posiblemente jamás volvería a verla pensó de nuevo en su teoría de los conjuntos disjuntos y las intersecciones. Quién sabe lo que ha sido de ella, pensó. A su lado, sobre el asiento contiguo, había un periódico del día anterior. Estaba doblado por una de lás páginas de obituarios. Leyó distraído la primera esquela. Era de una mujer. Tenía 26 años. Se llamaba Lucía.
Observaba a sus compañeros de ruta, viejos (des)conocidos casi todos: el rocker flacucho con gafas de Elvis, la señora rancia, el barbudo serio, los hermanos con uniforme del colegio católico, la discreta morena del libro, la chica argentina espectacular, el chico de los auriculares... Pensaba que todos ellos, al igual que él, estaban mirando al resto. Eran conjuntos disjuntos con una única intersección en el bus de las 7:30. Más allá de esa conexión todos tenían una vida que permanecía desconocida para los demás. Con sus aspiraciones y sus deseos. Todos se habían enamorado y todos habían sentido alguna pérdida. Habían vivido peligros, habían peleado y gritado. Habían sentido euforia y pena. Habían engañado. Habían deseado lo que no podían alcanzar y habían despreciado a quién les deseaba. Habían sido crueles y espléndidos. Magníficos todos en su singularidad.
La idea tomaba forma en su mente mientras observaba el perfil de la morena discreta del libro. Tenía la cara redonda y los ojos profundos y amistosos. Siguió el contorno de sus labios con la vista y sintió una punzada de deseo en la sien. Lo que daría ahora mismo por besarla, pensó. Sólo un beso cálido. Sin antes ni después.
La chica pasó una página concentrada en la lectura, ajena a todo lo demás. Él seguía mirándola con admiración, como quién descubre un detalle inédito en un cuadro que lleva años colgado en el salón. Algún pasaje del libro la hizo sonreír y un hoyuelo apareció por sorpresa en su mejilla izquierda. Aquello creó en el ambiente un magnetismo hipnótico al que él se rindió sin remedio. En ese bus, a esa hora de la mañana, con todos sus defectos y sus misterios, aquella chica le pareció la más perfecta creación de la naturaleza. Deseó con todas sus fuerzas que la intersección de las 7:30 durara para siempre.
Pero como cada día, llegó su parada y tuvo que bajarse. Siguió con la mirada el bus que se alejaba, tratando de distinguir a la chica entre los perfiles desdibujados tras los cristales.
Jamás supo que ella murió esa misma mañana. Los primeros días, al no verla en el bus, se preguntó si acaso estaría enferma o se habría mudado. Cuando aceptó que posiblemente jamás volvería a verla pensó de nuevo en su teoría de los conjuntos disjuntos y las intersecciones. Quién sabe lo que ha sido de ella, pensó. A su lado, sobre el asiento contiguo, había un periódico del día anterior. Estaba doblado por una de lás páginas de obituarios. Leyó distraído la primera esquela. Era de una mujer. Tenía 26 años. Se llamaba Lucía.
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